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Santoral - 30 de Mayo


CANONIZACIÓN DE SAN ANTONIO DE PADUA. San Antonio murió el 13 de junio de 1231 por la tarde. Los milagros se multiplicaron de inmediato y a principios de julio de aquel mismo año comenzó el proceso de su canonización, uno de los más rápidos de la historia. Cumplidos todos los requisitos canónicos, el papa Gregorio IX canonizó a san Antonio el 30 de mayo de 1232, antes de cumplirse el primer aniversario de su muerte, en la catedral de Espoleto, donde se encontraba entonces la curia papal.- Oración:Dios todopoderoso y eterno, tú que has dado a tu pueblo en la persona de san Antonio de Padua un predicador insigne y un intercesor poderoso, concédenos seguir fielmente los principios de la vida cristiana, para que merezcamos tenerte como protector en todas las adversidades. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


SANTOS BASILIO Y EMELIA. Eran esposos cristianos que habían nacido en la segunda mitad del siglo II y vivían en Cesarea de Capadocia, en la actual Turquía, donde Basilio se dedicaba a la enseñanza de la retórica. De su santidad personal y de sus virtudes como esposos habla el hecho de que tuvieron diez hijos, cuatro de los cuales son venerados en la Iglesia como santos: san Basilio Magno, san Gregorio de Nisa, san Pedro de Sebaste, todos ellos grandes obispos, y santa Macrina, virgen. En tiempo del emperador Galerio Maximino, tuvieron que marchar desterrados a un desierto del Ponto. Terminada aquella persecución contra los cristianos, volvieron a su tierra. Basilio murió el año 349 cuando acaba de nacer su último hijo. Emelia hizo frente a sus obligaciones familiares y, cuando los hijos fueron mayores y estuvieron situados en la vida, ingresó en el monasterio de Amasa, donde estaba ya su hija Macrina, y allí vivió dedicada a la oración y a tareas domésticas hasta que murió hacia el año 370.


SAN FERNANDO. Fernando III, «el Santo», rey de León y de Castilla, hijo de Alfonso IX de León y de Berenguela de Castilla, nació el año 1198 en el reino leonés, probablemente cerca de Valparaíso (Zamora). Tradicionalmente se afirma que perteneció a la Tercera Orden franciscana. Fue el rey de la reconquista del sur de España. Su visión política de altas miras es reconocida por los historiadores, y las gentes de toda clase y condición bendijeron su reinado sabio, ecuánime, prudente. En los territorios reconquistados por él, nunca hubo vencedores y vencidos. Con razón es proclamado «señor de la convivencia de cristianos, musulmanes y judíos». Contrajo dos matrimonios sucesivos, que fueron felices, y de ambos tuvo en conjunto trece hijos. Fue hombre de óptimos sentimientos y limpias costumbres. Además de administrar con sabiduría sus reinos, promovió las artes y las ciencias, y colaboró en la propagación de la fe. Vivió rodeado del respecto y afecto de unos y otros, y su muerte fue llorada por todos. Murió en Sevilla el 30 de mayo de 1252.- Oración: Oh Dios, que elegiste al rey san Fernando como defensor de tu Iglesia en la tierra, escucha las súplicas de tu pueblo que te pide tenerlo como protector en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


SAN JOSÉ MARELLO. Nació en Turín (Italia) el año 1844. En 1856 ingresó en el seminario diocesano de Asti, que dejó, pero al que volvió tras una grave enfermedad y un período de reflexión. Ordenado de sacerdote en 1868, fue secretario del obispo de Asti, con el que asistió al concilio Vaticano I. Desarrolló una intensa actividad apostólica: catequesis, dirección espiritual, difusión de la buena prensa. Fundó la congregación de los Oblatos de San José, a los que dejó en herencia su devoción al santo patrono de la Iglesia universal y el mandato especial de fidelidad al Papa. Además, les inculcó la caridad solícita y afectuosa hacia las personas menos afortunadas, y las máximas que les repetía eran: «El ruido no hace bien, el bien no hace ruido»; «habla poco y trabaja mucho»; «estad recogidos en casa y sed apóstoles fuera de ella». Nombrado obispo de Acqui en 1888, en su gobierno conjugó la suavidad y la firmeza, conquistando el afecto del clero y de los fieles. Murió el 30 de mayo de 1895 en Savona (Italia). Juan Pablo II lo canonizó en el 2001.


BEATA MARÍA CELINA DE LA PRESENTACIÓN. Nació el año 1878 en Nojals, aldea de Dordoña (Francia). A los cuatro años contrajo una poliomielitis que le paralizó la pierna izquierda. Desde pequeña destacó por su bondad, servicialidad, piedad y devoción a la Eucaristía. El descalabro económico de su padre, llevó a la familia a vivir en un tugurio insalubre. De jovencita fue acogida en una institución religiosa de beneficencia de Burdeos, donde aprendió pequeñas labores y fue madurando su vocación religiosa, que se vería obstaculizada por su minusvalía y su pobreza. Finalmente en 1896 ingresó en las clarisas de Burdeos como postulante, empezó el noviciado y a mitad del mismo tuvo que hacer la profesión religiosa ante la inminencia de la muerte a causa de la tuberculosis. Murió el 30 de mayo de 1897. En la vida sencilla y ordinaria de la gente pobre y en medio de grandes padecimientos, supo acoger y responder con alegría y serenidad al amor del Señor. Fue beatificada el año 2007.

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San Anastasio de Pavía. De familia lombarda noble, fue obispo arriano de Pavía (Italia) en tiempo del rey Rotario. Pero el año 668 repudió la herejía, se convirtió a la fe católica, que profesó con firmeza, y fue elegido obispo católico de Pavía, donde murió el año 680.


Santa Dimpna. Virgen y mártir decapitada en Geheel de Brabante, en territorio de la actual Bélgica, de la que se tienen muy pocas noticias. Su culto se difundió en el siglo XIII cuando se descubrieron sus reliquias.


San Gabino. Fue martirizado en Porto Torres (Cerdeña, Italia), en una fecha desconocida del siglo IV.


San Huberto. Era clérigo y pertenecía al séquito de san Lamberto, obispo de Tongres-Maastricht (Bélgica-Holanda), y estaban dedicados a la evangelización de los paganos que aún quedaban en el Brabante meridional y en las Ardenas. Cuando fue martirizado san Lamberto, él le sucedió en la sede episcopal. Durante sus veinte años de pontificado, Huberto continuó la tarea misionera de su antecesor. Murió en Tervuren (Bélgica) el año 727.


Santa Juana de Arco. Nació en Domrémy (Lorena, Francia) el año 1412 en el seno de una familia campesina. Era el tiempo de la Guerra de los Cien Años entre Francia e Inglaterra. A los trece años empezó Juana a tener experiencias extraordinarias y visiones de santos que le decían que su misión era librar a Francia. Aunque era analfabeta, se abrió camino para hablar con el rey Carlos VII. Consiguió que, vestida de guerrero, la pusieran en cabeza del ejército que conquistó Orleans y otras plazas. Pero el rey cambió luego de actitud y Juana fue arrestada y entregada a los ingleses, quienes la sometieron a un juicio que la condenó como hereje, por lo que fue quemada viva en Rouen (Normandía) el año 1431. La Iglesia la rehabilitó en 1456, y la canonizó en 1920.


San Lucas Kirby, y los Beatos Guillermo Filby, Lorenzo Johnson y Tomás Cottam. Los cuatro, sacerdotes católicos ingleses, por ser tales, aunque falsamente acusados de conspirar contra la reina, fueron ahorcados y descuartizados el 30 de mayo de 1582 en la plaza londinense de Tyburn, después de haber sido cruelmente torturados en la Torre de Londres, durante la persecución desatada por Isabel I. Lucas estudió en Cambridge, se reconcilió con la Iglesia católica en Lovaina, hizo la carrera eclesiástica en Francia y se ordenó de sacerdote en 1577; lo arrestaron en junio de 1980, apenas desembarcó en Inglaterra. Guillermonació en Oxford, donde estudió; marchó más tarde a Reims y allí recibió la ordenación sacerdotal en 1581; al poco de volver a su patria fue arrestado y encarcelado. Lorenzo también estudió en Oxford; entró en el seminario de Douai y fue ordenado de sacerdote a principios de 1581; lo detuvieron al poco de su regreso a Inglaterra. Tomás estudió igualmente en Oxford, se convirtió al catolicismo estando en Londres, entró en el seminario de Douai, comenzó en Roma el noviciado con los jesuitas, en 1580 recibió la ordenación sacerdotal en Reims y, tan pronto como llegó de vuelta a Inglaterra, lo arrestaron.


San Matías Kalemba Mulumba. De pequeño fue raptado y vendido como esclavo. Tuvo suerte y su buen amo lo liberó, y, siguiendo el mensaje que le había dejado, que unos hombres blancos le enseñarían la verdadera religión, se hizo musulmán, luego protestante y, al llegar los Padres Blancos, abrazó el catolicismo. Renunció al oficio de juez e instruyó en la fe cristiana a cuantos pudo, por lo cual lo detuvieron en tiempo del rey Mwanga, le propinaron crueles y sangrientas torturas y lo dejaron morir abandonado. Esto sucedió en Kampala (Uganda) el año 1886.


Beatos Guillermo Scott y Ricardo Newport. Los dos eran sacerdotes católicos ingleses y, por ser tales, fueron ahorcados y luego descuartizados en la plaza Tyburn de Londres el año 1612, en tiempo del rey Jacobo I. Guillermo nació en 1578 de padres anglicanos. Se doctoró en derecho en las universidades de Londres y Cambridge, y en 1604 se convirtió al catolicismo. Se hizo monje en la abadía benedictina de Sahagún en España, donde se ordenó de sacerdote en 1610. Volvió a su tierra y fue arrestado; recuperada la libertad, estuvo un tiempo en el monasterio de Douai (Francia); cuando regresó a Inglaterra en 1212, lo capturaron y lo condenaron. Ricardo nació en 1572, cursó los estudios eclesiásticos en Roma y se ordenó de sacerdote en 1599. Por tres veces volvió a Inglaterra y otras tantas lo arrestaron; en dos de ellas lo expulsaron del país, pero en la tercera, en 1611, lo encerraron en Newgate, lo juzgaron junto con Guillermo y a los dos los condenaron a muerte.


Beata Marta María Wiecka. Nació el año 1874 en Nowy Wiec (Polonia). Desde su infancia fue una muchacha piadosa, serena, alegre, muy devota de la Virgen. Empezó el noviciado de las Hijas de la Caridad en 1892. Luego la destinaron a sucesivos hospitales. Estando en el de Bochnia, cerca de Cracovia, difundieron la calumnia de que estaba embarazada. Ella continuó su trabajo, abandonándose en manos de Dios. Sabía establecer empatía con sus pacientes de cualquier credo y condición, cuyos sufrimientos físicos y morales aliviaba. De forma discreta les ayudaba en la preparación para la confesión, les instruía sobre la doctrina de la fe, les ayudaba a resolver los problemas en coherencia con su visión cristiana de la vida. En 1904, en Sniatyn (hoy en Ucrania), al sustituir por caridad a un operario, contrajo el tifus, del que murió el 30 de mayo de 1904. Fue beatificada el año 2008.


Beato Otón Neururer. Nació en Piller (Austria) el año 1882. En 1907 recibió la ordenación sacerdotal. Pasó por diferentes parroquias y, en 1938, lo arrestaron porque disuadió a una joven católica de contraer matrimonio civil con un nazi divorciado. Lo encerraron en la cárcel de Innsbruck, de la que lo pasó al campo de concentración de Dachau y después al de Buchenwald (Alemania). En medio de las torturas, hambre, frío y duros trabajos, continuó ejerciendo su ministerio clandestinamente. Un preso le pidió el bautismo y, aunque sospechaba que fingía, llevado de su celo pastoral se lo administró. Lo denunciaron por ello, lo trasladaron a un búnker y, colgado de los pies y cabeza abajo, lo dejaron morir. Era el 30 de mayo de 1940.




PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:

Después de la Anunciación, María se levantó y se puso en camino de prisa hacia la montaña, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo y, levantando la voz, dijo a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! (...) Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (cf. Lc 1,41-45).


Pensamiento franciscano:

Dice san Francisco en su Regla: «Dondequiera que estén los hermanos o dondequiera que se encuentren, muéstrense familiares mutuamente entre sí. Y confiadamente manifieste el uno al otro su necesidad, porque, si la madre cuida y ama a su hijo carnal, ¿cuánto más amorosamente debe cada uno amar y cuidar a su hermano espiritual?» (2 R 6,7-8).


Orar con la Iglesia:

Por intercesión de la Virgen María, tabernáculo sagrado del Hijo de Dios, imploremos la misericordia divina impulsados por el Espíritu.


-Por la Iglesia: para que se muestre ante el mundo, fiel a su Señor por la fe y la caridad.


-Por los gobernantes y los políticos: para que trabajen por la convivencia y solidaridad entre los pueblos, en el respeto y la paz.


-Por los pobres y los que no tienen quien les ayude y consuele: para que nuestra solicitud fraterna les devuelva la alegría y la confianza.


-Por las futuras madres: para que cuiden con amor de la vida que se gesta en sus entrañas, y encuentren atención y estima en la familia y en la sociedad.


Oración: Dios Padre, que con tanto amor has mirado la humildad de tu sierva María, escucha nuestra oración y concédenos la protección maternal de aquella a quien tu Hijo nos dio como madre nuestra. Te lo pedimos por el mismo Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

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EL MISTERIO DE LA VISITACIÓN, PRELUDIO DE LA MISIÓN DEL SALVADOR De la Catequesis de S. S. Juan Pablo II en la audiencia general del miércoles 2-X-1996

En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.

El texto evangélico refiere, además, que María realiza el viaje «de prisa». También la expresión «hacia la montaña», en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: «¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: "Ya reina tu Dios"!» (Is 52,7).

Así como manifiesta san Pablo que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10,15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino. La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús.

En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. San Lucas refiere que «en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre». El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.

Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y «quedó llena de Espíritu Santo y, levantando la voz, exclamó: "Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre"». En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.

La exclamación de Isabel «levantando la voz» manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.

Isabel, proclamándola «bendita entre las mujeres», indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: «¡Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá!». La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye para ella su visita: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?». Con la expresión «mi Señor», Isabel reconoce la dignidad real, más aún, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba para dirigirse al rey y hablar del rey-mesías. El ángel había dicho de Jesús: «El Señor Dios le dará el trono de David, su padre». Isabel, «llena de Espíritu Santo», tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente. Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.

En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: «Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de gozo en mi vientre». La intervención de María, junto con el don del Espíritu Santo, produce como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, está destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.

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EL MISTERIO DE LA VISITACIÓN. MEDITACIONES Benedicto XVI, en los jardines vaticanos, el 31 de mayo de 2005, 2006 y 2007

Hoy, con la liturgia, nos detenemos a meditar en el misterio de la Visitación de la Virgen a santa Isabel. María, llevando en su seno a Jesús recién concebido, va a casa de su anciana prima Isabel, a la que todos consideraban estéril y que, en cambio, había llegado al sexto mes de una gestación donada por Dios. Es una muchacha joven, pero no tiene miedo, porque Dios está con ella, dentro de ella. En cierto modo, podemos decir que su viaje fue la primera «procesión eucarística» de la historia. María, sagrario vivo del Dios encarnado, es el Arca de la alianza, en la que el Señor visitó y redimió a su pueblo. La presencia de Jesús la colma del Espíritu Santo. Cuando entra en la casa de Isabel, su saludo rebosa de gracia: Juan salta de alegría en el seno de su madre, como percibiendo la llegada de Aquel a quien un día deberá anunciar a Israel. Exultan los hijos, exultan las madres. Este encuentro, impregnado de la alegría del Espíritu, encuentra su expresión en el cántico del Magníficat.

¿No es esta también la alegría de la Iglesia, que acoge sin cesar a Cristo en la santa Eucaristía y lo lleva al mundo con el testimonio de la caridad activa, llena de fe y de esperanza? Sí, acoger a Jesús y llevarlo a los demás es la verdadera alegría del cristiano. Queridos hermanos y hermanas, sigamos e imitemos a María, un alma profundamente eucarística, y toda nuestra vida podrá transformarse en un Magníficat, en una alabanza de Dios.

En la fiesta de la Visitación, como en todas las páginas del Evangelio, vemos a María dócil a los planes divinos y en actitud de amor previsor a los hermanos. La humilde joven de Nazaret, aún sorprendida por lo que el ángel Gabriel le había anunciado -que será la madre del Mesías prometido-, se entera de que también su anciana prima Isabel espera un hijo en su vejez. Sin demora, se pone en camino, como dice el evangelista, para llegar con prontitud a la casa de su prima y ponerse a su disposición en un momento de particular necesidad.

¡Cómo no notar que, en el encuentro entre la joven María y la ya anciana Isabel, el protagonista oculto es Jesús! María lo lleva en su seno como en un sagrario y lo ofrece como el mayor don a Zacarías, a su esposa Isabel y también al niño que está creciendo en el seno de ella. «En cuanto tu saludo llegó a mis oídos -le dice la madre de Juan Bautista-, la criatura saltó de alegría en mi vientre». Donde llega María, está presente Jesús. Quien abre su corazón a la Madre, encuentra y acoge al Hijo y se llena de su alegría. La verdadera devoción mariana nunca ofusca o menoscaba la fe y el amor a Jesucristo, nuestro Salvador, único mediador entre Dios y los hombres. Al contrario, consagrarse a la Virgen es un camino privilegiado, que han recorrido numerosos santos, para seguir más fielmente al Señor. Así pues, consagrémonos a ella con filial abandono.

La Visitación de María se comprende a la luz del acontecimiento que, en el relato del evangelio de san Lucas, precede inmediatamente: el anuncio del ángel y la concepción de Jesús por obra del Espíritu Santo. El Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, el poder del Altísimo la cubrió con su sombra. Ese mismo Espíritu la impulsó a «levantarse» y partir sin tardanza, para ayudar a su anciana pariente.

Jesús acaba de comenzar a formarse en el seno de María, pero su Espíritu ya ha llenado el corazón de ella, de forma que la Madre ya empieza a seguir al Hijo divino: en el camino que lleva de Galilea a Judea es el mismo Jesús quien impulsa a María, infundiéndole el ímpetu generoso de salir al encuentro del prójimo que tiene necesidad, el valor de no anteponer sus legítimas exigencias, las dificultades y los peligros para su vida. Es Jesús quien la ayuda a superar todo, dejándose guiar por la fe que actúa por la caridad.

Meditando este misterio, comprendemos bien por qué la caridad cristiana es una virtud «teologal». Vemos que el corazón de María es visitado por la gracia del Padre, es penetrado por la fuerza del Espíritu e impulsado interiormente por el Hijo; o sea, vemos un corazón humano perfectamente insertado en el dinamismo de la santísima Trinidad. Este movimiento es la caridad, que en María es perfecta y se convierte en modelo de la caridad de la Iglesia, como manifestación del amor trinitario.

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CONTEMPLAR Y VIVIR CON FRANCISCO Y CLARA DE ASÍS EL MISTERIO DE CRISTO EUCARÍSTICO por Michel Hubaut, franciscano

Aprender a contemplar el cuerpo eucarístico de Cristo con los ojos del Espíritu

La primera Admonición de san Francisco es una bella y concisa síntesis de su visión trinitaria y sacramental de la revelación cristiana.

Francisco abre esta exhortación sobre Cristo eucarístico con una rápida pero sugestiva evocación del Cristo histórico, cuya misión esencial fue revelarnos, hacernos «conocer», hacernos «ver» el amor del Padre y el camino que nos conduce a Él. Sugiere, pues, que Cristo eucarístico prosigue la misma misión. El cuerpo eucarístico es una revelación que hace «ver» el amor del Padre y conduce a Él. Para Francisco, los sacramentos están en la lógica de la encarnación de Jesús. No hay sino una sola historia de la salvación, una sola revelación, pero se despliega en etapas diversas.

En cada etapa, el Dios de la Alianza revela, se expresa, según modalidades diferentes. La nueva presencia de Cristo eucarístico es la última revelación de Dios salvador, el último signo de su amor, de su encuentro con la humanidad.

Notemos una vez más que, para Francisco, esta salvación-revelación es una colaboración de las tres personas de la Trinidad. Puesto que «el Padre habita en una luz inaccesible», la misión del Hijo es hacerlo «ver», tanto en su encarnación en Palestina como en su actual Eucaristía. Y la misión del Espíritu es hacer «ver» a Cristo aquí y hoy. Porque si Jesús es el desvelamiento del Padre, tiene a su vez necesidad de ser desvelado por el Espíritu. ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, «ver» en el hijo del carpintero al que es igual al Padre? ¿Cómo podríamos nosotros, sin el Espíritu, sobrepasar un simple conocimiento histórico, carnal, para confesar a Cristo Señor y reconocerle presente en este sacramento?

Hay, en Francisco, una especie de circularidad del «conocimiento» en la fe. El Hijo revela al Padre y el Espíritu Santo revela al Hijo. Ningún aspecto del cristianismo puede «verse» fuera de la Trinidad viviente donde cada persona está al servicio de esta revelación de la salvación. La fe no puede brotar sino de su respectiva misión y de su estrecha colaboración.

Este texto está como ritmado, estructurado por el verbo clave «ver», que recurre trece veces, sin contar los otros verbos de visión, como contemplar, mirar, mostrar... Todo se juega, pues, al nivel de ver, mirar. Creer es aprender a «ver» con los ojos del Espíritu, el Paráclito, como gusta a Francisco llamarle, nuestro consejero interior. Francisco opone con frecuencia en sus escritos al hombre ciego, cerrado sobre sí mismo, que no ve, y al hombre abierto a la realidad invisible, que ve y que cree; en otras palabras, los «ojos de la carne» y los «ojos del Espíritu».

Ayer, el Espíritu, en el corazón de los apóstoles, les permitía «ver» en Jesús de Nazaret al Hijo del Padre. Hoy, sólo el Espíritu en nuestros corazones nos permite «ver» en el pan eucarístico la nueva presencia de Cristo. Más todavía, sólo el Espíritu en nosotros es capaz de acogerlo y de «comulgar» realmente con esta presencia. Él solo nos permite creer, amar, seguir y vivir a Cristo. Francisco supo «contemplar» a Cristo eucarístico con los «ojos del Espíritu». Supo «ver», discernir con fervor, gozo y reconocimiento, este nuevo signo de la revelación. ¿No es, por otra parte, Cristo mismo, como lo escribe Francisco, quien escogió este medio de permanecer siempre con los que crean en él hasta el fin del mundo? Francisco, en efecto, ve en la Eucaristía un lugar privilegiado de la realización de esta promesa: «Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo». La Eucaristía es una manifestación visible, sensible, actual, permanente de Cristo salvador. La fe es, pues, el acto fundamental, decisivo, que hace al hombre disponible a la palabra-revelación del Hijo, a la mirada interior del Espíritu.

Volvemos a encontrar en Francisco el ardiente deseo de «ver corporalmente», es decir, al nivel de los signos, a su Señor y su Dios. No es desde luego casual que no utilice casi nunca la palabra demasiado abstracta de «eucaristía» y prefiera la expresión más concreta de «cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo», que prolonga sacramentalmente el misterio de su encarnación reveladora y redentora.



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