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Santoral - 12 de Mayo



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[if gte vml 1]><v:shape id="_x0000_s1027" type="#_x0000_t75" alt="" style='position:absolute;margin-left:0;margin-top:0;width:112.5pt;height:130.5pt; z-index:251661312;mso-wrap-distance-left:3.75pt;mso-wrap-distance-top:3.75pt; mso-wrap-distance-right:3.75pt;mso-wrap-distance-bottom:3.75pt; mso-position-horizontal:left;mso-position-horizontal-relative:text; mso-position-vertical-relative:line' o:allowoverlap="f"> <v:imagedata src="http://www.franciscanos.org/agnofranciscano/m05/d0512sanpancracio.jpg"></v:imagedata> <w:wrap type="square"></w:wrap> </v:shape><![endif][if !vml][endif]SAN PANCRACIO. Nació en la región de Frigia, Asia Menor (en la actual Turquía), de padres de la nobleza pagana y, al quedar huérfano, su tutor lo llevó a Roma, donde se convirtió a Cristo, porque le convenció el ejemplo de los mártires, y recibió el bautismo. Pronto compartió su suerte pues a los catorce años de edad fue decapitado, durante la persecución de Diocleciano, a principios del siglo IV. La matrona Octavilla lo sepultó en una propiedad suya, en el segundo miliario de la vía Aurelia de Roma, donde se levanta la basílica a él dedicada por el papa Símaco. En la antigüedad y en la Edad Madia fue intenso el culto de san Pancracio, como lo muestran, entre otras cosas, los dos monasterios levantados en Roma en honor suyo.- Oración: Señor, que se alegre tu Iglesia, confiada en la protección de san Pancracio, y que por los ruegos de tu mártir se mantenga fiel a ti y se consolide en la paz verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.


[if gte vml 1]><v:shape id="_x0000_s1028" type="#_x0000_t75" alt="" style='position:absolute;margin-left:98.8pt;margin-top:0;width:150pt;height:127.5pt; z-index:251662336;mso-wrap-distance-left:3.75pt;mso-wrap-distance-top:3.75pt; mso-wrap-distance-right:3.75pt;mso-wrap-distance-bottom:3.75pt; mso-position-horizontal:right;mso-position-horizontal-relative:text; mso-position-vertical-relative:line' o:allowoverlap="f"> <v:imagedata src="http://www.franciscanos.org/agnofranciscano/m05/d0512santodomingocalzada.jpg"></v:imagedata> <w:wrap type="square"></w:wrap> </v:shape><![endif][if !vml][endif]SANTO DOMINGO DE LA CALZADA. Nació en Viloria (Burgos, España) hacia la mitad del siglo XI. Primero fue pastor, luego ermitaño y por último se dedicó a ayudar a los peregrinos de la ruta de Santiago. Intentó sin éxito ser recibido en el monasterio benedictino de Valvanera y luego en el de San Millán de la Cogolla. Cuando el papa Benedicto IV envió a Navarra y La Rioja como legado a Gregorio de Ostia, lo acompañó y estuvo con él cuatro años y, cuando murió, se quedó en la vega riojana. Recibida la ordenación sacerdotal, volvió a colaborar con los peregrinos y se dedicó a mejorar los caminos, construyendo puentes y carreteras empedradas. Además, movido por su gran piedad, construyó un albergue para los peregrinos jacobeos, provisto de salas destinadas a socorrerlos, en el que hacía de hospedero y enfermero. En torno al albergue fueron construyéndose casas que dieron origen a la actual ciudad de Santo Domingo de la Calzada (La Rioja). Allí murió el año 1109, lleno de obras de caridad, este benefactor de la humanidad. Para albergar su sepulcro se construyó una preciosa catedral.


[if gte vml 1]><v:shape id="_x0000_s1029" type="#_x0000_t75" alt="" style='position:absolute;margin-left:0;margin-top:0;width:112.5pt;height:130.5pt; z-index:251663360;mso-wrap-distance-left:3.75pt;mso-wrap-distance-top:3.75pt; mso-wrap-distance-right:3.75pt;mso-wrap-distance-bottom:3.75pt; mso-position-horizontal:left;mso-position-horizontal-relative:text; mso-position-vertical-relative:line' o:allowoverlap="f"> <v:imagedata src="http://www.franciscanos.org/agnofranciscano/m05/d0512sanleopoldomandic.jpg"></v:imagedata> <w:wrap type="square"></w:wrap> </v:shape><![endif][if !vml][endif]SAN LEOPOLDO MANDIC DE CASTELNOVO. [Murió el 30 de julio, pero la Familia franciscana celebra su memoria el 12 de mayo] Nació en Castelnovo de Càttaro o Herceg-Novi (Croacia) en 1866. Todavía joven se sintió llamado por Dios a trabajar por la unidad de los Ortodoxos a la Iglesia católica. Para ello se trasladó a la región de Venecia e ingresó en el noviciado de los capuchinos. Ordenado de sacerdote, pidió permiso para marchar a misiones, pero nunca se lo concedieron por su frágil constitución física y su delicado estado de salud, así como un pequeño defecto de pronunciación que le hacía penosa la predicación. Se dedicó a las diversas tareas que le encomendaron los superiores, hasta centrarse en el ministerio de la confesión. Durante cuarenta años estuvo siempre dispuesto a acoger, escuchar, consolar y reconciliar a innumerables penitentes en Padua, donde murió el 30 de julio de 1942. Juan Pablo II lo canonizó en 1983, durante la celebración del Sínodo de los obispos sobre «la Reconciliación».- Oración: Oh Dios, caridad verdadera y suma unidad, tú has adornado al presbítero san Leopoldo con la virtud de una insigne misericordia para con los pecadores y lo has colmado de celo por la unidad de los cristianos; concédenos por su intercesión que también nosotros, con el corazón y el espíritu renovados, extendamos a todos tu caridad y busquemos llenos de confianza la unidad de los creyentes. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

* * *

San Cirilo. Fue martirizado junto con seis compañeros en Galatz de Mesia (en la actual Rumanía), en una fecha desconocida del siglo III.


San Epifanio de Salamina. Nació en Palestina el año 315. Recibió una buena formación cristiana y cultural y llegó a dominar cinco idiomas. De joven marchó a Egipto y abrazó la vida monástica. Volvió a Gaza y fundó un monasterio en el que pasó treinta años dedicado a la oración y el estudio. El año 367 lo eligieron obispo de Salamina, en la isla de Chipre. Fue un pastor atento al desarrollo religioso de su diócesis y a la ortodoxia de la fe proclamada en el Concilio de Nicea. Escribió obras de teología y apologética. Se mostró generoso con los pobres y se le atribuyeron milagros. Murió en Salamina el año 403.


San Felipe de Agira. Nació en Tracia y, después de recibir una sólida formación, marchó a Roma. Ordenado de sacerdote, le señalaron como campo de apostolado la isla de Sicilia. Una vez allí, fijó su residencia en Agira, y desarrolló con fervor su ministerio sacerdotal en los pueblos sicilianos. Murió entre el año 453 y el año 457, a los 63 años de edad.


San Germán de Constantinopla. Era hijo de un senador de Constantinopla y pronto abrazó la vida clerical. Ordenado de sacerdote, fue decano del clero de Santa Sofía. Lo nombraron obispo de Cizico y luego lo trasladaron a la sede patriarcal de Constantinopla. Fue insigne por su doctrina y sus virtudes, refutó con gran entereza el edicto contra el culto de las imágenes sagradas promulgado por el emperador León Isáurico, luchó contra los monifisitas y los monotelitas que no aceptaban en Cristo más que una naturaleza y una voluntad, trabajó por la unidad de los cristianos. Murió en torno al año 733.


San Modoaldo. Nació en Aquitania de una familia aristocrática y en su juventud entró en la corte del rey Dagoberto I. Inclinado a la religión, optó por la vida clerical. El rey lo designó obispo de Tréveris (Alemania) el año 622. Mantuvo la amistad con el rey y aceptó sus dones para beneficio de la Iglesia y de los pobres, pero no dudó en condenar las inmoralidades de la corte y las que cometía el mismo rey, que trató de enmendarse y lo tomó por consejero. Construyó monasterios e iglesias e instituyó muchas comunidades de vírgenes. Murió en su sede el año 640.


Santa Rictrudis. Nació en Gascuña (Francia) hacia el año 612 en el seno de una familia religiosa y rica, que hospedó en su casa al desterrado san Amando; este santo influyó mucho en su vida religiosa. Se casó con un noble franco y tuvieron cuatro hijos. Marcharon a vivir a Flandes, y ella fundó en Marchiennes, región de Cambrai (Francia), un doble monasterio, masculino y femenino. Después de 16 años de matrimonio feliz, su esposo fue asesinado. Rehusó las propuestas de nuevas nupcias y, siguiendo el consejo de san Amado, ingresó en el monasterio que había fundado. La eligieron abadesa y gobernó santamente su comunidad hasta su muerte el año 678.


Beata Imelda Lambertini. Es un ejemplo de santidad en los niños y adolescentes. Nació en Bolonia el año 1320, hija del conde Ergano Lambertini. A los nueve años manifestó su deseo de ser educada por las monjas dominicas. Accedieron sus padres y la llevaron al monasterio de Santa María Magdalena de Val di Pietra. Desde el principio mostró una fuerte inclinación a la piedad y en especial una extraordinaria devoción a la Eucaristía. Tenía gran deseo de comulgar, pero las normas de entonces no se lo permitían. Según cuenta la tradición, un día, mientras estaba ella en oración ante el sagrario, apareció sobre su cabeza una sagrada forma; avisado el capellán, la recogió en una patena y se la dio en comunión. Poco después moría. Era el año 1333.


Beata Juana de Portugal. Nació en Lisboa el año 1452, primogénita de Alfonso V, rey de Portugal, y en principio heredera de la corona portuguesa. Rehusó las propuestas matrimoniales que se le hacían y resolvió consagrarse a Dios en la vida religiosa. En 1472 ingresó en el monasterio de las dominicas de Aveiro. Se resintió su salud y su padre la hizo volver a la corte. Muerto su padre y superadas diversas dificultades, pudo volver al monasterio y emitir su profesión religiosa. Se convirtió en refugio de pobres, huérfanos y viudas. Murió el año 1490.



PARA TENER EL ESPÍRITU DE ORACIÓN Y DEVOCIÓN

Pensamiento bíblico:


Jesús dijo a los fariseos y a los escribas esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: "¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido". Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse» (Lc 15,3-7).



Pensamiento franciscano:


Dice san Francisco en sus Reglas: «El hermano Francisco y todo el que sea en el futuro cabeza de esta religión, prometa obediencia y reverencia al señor papa Inocencio y a sus sucesores» (1 R Pról). «El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana» (2 R 1,2). «... para que, siempre súbditos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, estables en la fe católica, guardemos la pobreza y humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente hemos prometido» (2 R 12,4).


Orar con la Iglesia:


Oremos a Dios Padre, en el nombre de Jesús, el Buen Pastor, de quien procede toda reconciliación con Dios y con nuestros hermanos.


-Para que la Iglesia sea siempre instrumento de reconciliación y lugar de acogida de todos, incluidos los descarriados.


-Para que los sacerdotes, compartiendo los sentimientos de Jesús, ejerzan con bondad y delicadeza el ministerio sacramental del perdón.


-Para que los cristianos, en el ambiente en que nos desenvolvemos, hagamos presente a Cristo, manso y humilde de corazón.


-Para que los cristianos festejemos y celebremos con gozo el retorno a la casa paterna, de cuantos la habían abandonado o se habían extraviado.


Oración: Escúchanos, Padre de bondad, y enséñanos a compartir con los demás el perdón y la misericordia que sin medida recibimos de ti. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

* * *

SAN LEOPOLDO MANDIC DE CASTELNOVO De la homilía de S. S. Juan Pablo II en la misa de canonización, el 16 de octubre de 1983

Leopoldo Mandic, en sus días, fue siervo heroico de la reconciliación y la penitencia.

Nacido en Castelnovo, junto a «Bocche di Càttaro», a los 16 años dejó la familia y su tierra para entrar en el seminario de los capuchinos de Udine. En su vida no figuran grandes acontecimientos; algún traslado de un convento a otro, como es costumbre entre los capuchinos, y nada más. Y después, la asignación al convento de Padua, donde permaneció hasta la muerte.

Pues bien, precisamente sobre esta pobreza de una vida sin importancia exterior, vino el Espíritu Santo y alumbró una grandeza nueva, la de una fidelidad heroica a Cristo, al ideal franciscano y al servicio sacerdotal a los hermanos.

San Leopoldo no dejó obras teológicas o literarias, no deslumbró por su cultura ni fundó obras sociales. Para cuantos lo conocieron, fue únicamente un pobre fraile, pequeño y enfermizo.

Su grandeza consistió en otra cosa, en inmolarse y entregarse día a día a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, 52 años, en el silencio, intimidad y humildad de una celdilla-confesonario: «El buen pastor da la vida por las ovejas». Fray Leopoldo estaba siempre allí a disposición, y sonriente, prudente y modesto, confidente discreto y padre fiel de las almas, maestro respetuoso y consejero espiritual, comprensivo y paciente.

Si lo queremos definir con una palabra, como solían hacerlo en vida sus penitentes y hermanos, entonces es «el confesor»; sólo sabía «confesar». Y justamente en esto reside su grandeza. En saber desaparecer para ceder el puesto al verdadero Pastor de las almas. Solía definir su misión así: «Ocultemos todo, aun lo que puede parecer don de Dios; no sea que se manipule. ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si posible fuera, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de sí». Y a alguien que le preguntaba cómo resistía una vida tal, respondió: «¡Es mi vida!».

«El buen pastor da la vida por las ovejas». A los ojos humanos, la vida de nuestro Santo se asemeja a un árbol al que una mano invisible y cruel le hubiera cortado todas las ramas una tras otra. El padre Leopoldo fue un sacerdote imposibilitado para predicar por un defecto de pronunciación. Un sacerdote que ansiaba dedicarse a las misiones, y hasta el final esperó el día de partir, que no le llegó porque tenía una salud muy endeble. Un sacerdote de tan gran espíritu ecuménico que se ofreció con entrega diaria como víctima al Señor para que se restableciera la unidad plena entre la Iglesia latina y las orientales separadas aún, y volviera a haber «una sola grey bajo un solo pastor» (cf. Jn 10,16); pero vivió su vocación ecuménica en ocultación total. Entre lágrimas decía: «Seré misionero aquí, en la obediencia y en el ejercicio de mi ministerio». Y también: «Toda alma que reclame mi ministerio será entre tanto mi Oriente».

¿Qué le quedó a san Leopoldo? ¿A quién y para qué sirvió su vida? Le quedaron los hermanos y hermanas que habían perdido a Dios, el amor y la esperanza. Pobres seres humanos que tenían necesidad de Dios y acudían a él pidiendo perdón, consuelo, paz y serenidad. A estos «pobres» dio la vida san Leopoldo, por ellos ofreció padecimientos y oración; pero con ellos sobre todo celebró el sacramento de la reconciliación. Aquí vivió su carisma. Aquí hallaron expresión heroica sus virtudes. Celebró el sacramento de la reconciliación y ejerció el ministerio como a la sombra de Cristo crucificado. Fijos los ojos en el crucifijo colgado en el reclinatorio del penitente. El protagonista era siempre el Crucificado. «Él es quien perdona, Él es quien absuelve». Él, el Pastor de la grey...

San Leopoldo hundía su ministerio en la oración y contemplación. Fue un confesor de continua oración, un confesor que vivía habitualmente absorto en Dios, en atmósfera sobrenatural.

La primera lectura de la liturgia de hoy nos recuerda la oración de intercesión de Moisés durante una batalla que sostuvo Israel contra Amalec. Cuando se alzaban las manos de Moisés, la balanza de la victoria se inclinaba hacia su pueblo; cuando estas manos desfallecían de cansancio, dominaba Amalec.

La Iglesia, al ponerse hoy ante los ojos la figura de su humilde servidor san Leopoldo, que fue guía para muchas almas, quiere señalarnos las manos que se levantan hacia lo alto en las luchas varias del hombre y del Pueblo de Dios, que se alzan en la oración y se levantan en el acto de la absolución de los pecados, absolución que llega siempre al amor que es Dios, el amor que se nos reveló una vez para siempre en Cristo crucificado y resucitado.

«Por Cristo os rogamos: Reconciliaos con Dios» (2 Cor 5,20).

¿Qué nos dicen, amados hermanos, estas manos de Moisés levantadas en oración? ¿Qué nos dicen las manos de san Leopoldo, siervo humilde del confesonario? Nos dicen que jamás puede cansarse la Iglesia de dar testimonio de Dios, que es amor. Nunca puede descorazonarse ni cansarse ante las contrariedades, desde el momento en que la cumbre de este testimonio se alza indómita en la cruz de Jesucristo sobre la historia entera del hombre y del mundo.

* * *

LA PASIÓN DE CRISTO NO SE LIMITA ÚNICAMENTE A CRISTO San Agustín, Comentario sobre el salmo 61,4

Jesucristo, salvador del cuerpo, y los miembros de este cuerpo forman como un solo hombre, del cual él es la cabeza, nosotros los miembros; uno y otros estamos unidos en una sola carne, una sola voz, unos mismos sufrimientos; y, cuando haya pasado el tiempo de la iniquidad, estaremos también unidos en un solo descanso. Así, pues, la pasión de Cristo no se limita únicamente a Cristo; aunque también la pasión de Cristo se halla únicamente en Cristo.

Porque, si piensas en Cristo como cabeza y cuerpo, entonces sus sufrimientos no se dieron en nadie más que en Cristo; pero, si por Cristo entiendes sólo la cabeza, entonces sus sufrimientos no pertenecen a Cristo solamente. Porque, si sólo le perteneciesen a él, más aún, sólo a la cabeza, ¿con qué razón dice uno de sus miembros, el apóstol Pablo: Así completo en mi carne los dolores de Cristo?

Conque si te cuentas entre los miembros de Cristo, quienquiera que seas el que esto oiga, y también aunque no lo oigas ahora (de algún modo lo oyes si eres miembro de Cristo); cualquier cosa que tengas que sufrir por parte de quienes no son miembros de Cristo, era algo que faltaba a los sufrimientos de Cristo.

Y por eso se dice que faltaba; porque estás completando una medida, no desbordándola; lo que sufres es sólo lo que te correspondía como contribución de sufrimiento a la totalidad de la pasión de Cristo, que padeció como cabeza nuestra y sufre en sus miembros, es decir, en nosotros mismos.

Cada uno de nosotros aportamos a esta especie de común república nuestra lo que debemos de acuerdo con nuestra capacidad, y en proporción a las fuerzas que poseemos, contribuimos con una especie de canon de sufrimientos. No habrá liquidación definitiva de todos los padecimientos hasta que haya llegado el fin del tiempo.

No se os ocurra, por tanto, hermanos, pensar que todos aquellos justos que padecieron persecución de parte de los inicuos, incluso aquellos que vinieron enviados antes de la aparición del Señor, para anunciar su llegada, no pertenecieron a los miembros de Cristo. Es imposible que no pertenezca a los miembros de Cristo, quien pertenece a la ciudad que tiene a Cristo por rey.

Efectivamente, toda aquella ciudad está hablando, desde la sangre del justo Abel, hasta la sangre de Zacarías. Y a partir de entonces, desde la sangre de Juan, a través de la de los apóstoles, de la de los mártires, de la de los fieles de Cristo, una sola ciudad es la que habla.

* * *

LA PIEDAD ECLESIAL DE SAN FRANCISCO por Kajetan Esser, OFM

Puntos de partida

En los comienzos de la conversión de san Francisco encontramos una experiencia singular que incidió profundamente en toda su vida. Un día, mientras oraba en la iglesita de San Damián, le habló así el Cristo: «Francisco, vete, repara mi casa, que, como ves, se viene del todo al suelo» (2 Cel 10).

Las fuentes franciscanas concuerdan en decir que el santo al principio tomó estas palabras al pie de la letra y comenzó a restaurar las iglesias ruinosas de la vecindad de su ciudad natal. Sólo más tarde, según reveló a sus hermanos, el Espíritu Santo le hizo comprender el sentido más profundo de estas palabras, ya que se trataba de la Iglesia de Cristo redimida por su sangre (LM 2,1; 2 Cel 11.204). De esta forma la vida y la acción futuras de Francisco quedaban orientadas al servicio en la Iglesia y de la Iglesia, imprimiendo una dirección decisiva a su nueva vida.

Otro acontecimiento parecido y misterioso determinó también esta relación de la Iglesia con él. Cuando Francisco llegó a Roma con sus primeros compañeros, para conseguir del papa el reconocimiento y la aprobación de su nueva forma de vida, el papa vio en sueños que se desplomaba la basílica de Letrán, cabeza y madre de todas las iglesias del mundo, y que un hombre simple, de pobres apariencias, sostenía la Iglesia para evitar que cayera. En aquel hombre reconoció a Francisco, al mismo que poco antes había visto. Por eso ahora escuchó con gusto su petición y le favoreció cuanto le fue posible: «Ciertamente es éste quien con obras y enseñanzas sostendrá la Iglesia de Cristo» (2 Cel 17). Sea lo que fuere de la visión del papa, nada tienen de extraño, en el ambiente en que se movía Inocencio III, sus conceptos y expresiones. Así el primer protector de san Francisco en la curia romana, el cardenal Juan Colonna de San Pablo, introdujo a su protegido diciendo: «He encontrado un varón perfectísimo que quiere vivir según la forma del santo evangelio, y guardar en todo la perfección evangélica, y creo que el Señor quiere reformar por su medio la fe de la santa Iglesia en todo el mundo» (TC 48).

De esta forma la relación entre la Iglesia por una parte y Francisco y su obra por otra tomaba desde el principio una orientación decisiva. Inocencio III fue fiel a esta actitud, oponiéndose incluso a los obispos en el Concilio IV de Letrán (1215). Su sucesor, Honorio III, siguió la misma línea, como lo demuestran sus propios escritos a numerosos obispos y la aprobación definitiva de la regla (1223).

Que esta dirección y actitud frente a la Iglesia, inspiradas por el Señor, las mantuviera Francisco hasta la muerte, lo demuestran con sobrada claridad tanto el Testamento de Siena (abril-mayo de 1226) como el gran Testamento escrito en sus últimos días. Ambos documentos demuestran la gran preocupación del fundador porque sus hermanos se mantuvieran en esta relación correcta con la Iglesia, de la que él jamás se había alejado en su vida. La solemne homilía que predicó Gregorio IX con motivo de la canonización del santo (1228) demuestra que también la Iglesia mantuvo hasta el fin una buena relación con Francisco y su obra. En aquella ocasión el papa aplicó las palabras de la Escritura que lo resumen todo: «Como la estrella matutina en medio de las tinieblas, y como la luna en sus días, y cual sol refulgente, asimismo brilló Francisco en la casa de Dios» (Si 50,6-7; 1 Cel 124).

Entre los dos extremos de su vida, el de sus inicios y el de su término, encontramos esa profusión de relaciones distinguidas y exclusivamente religiosas entre la Iglesia y san Francisco.

De ellas trataremos ahora más al detalle.

[Cf. el texto completo en http://www.franciscanos.org/iglesia/esserk1.html]




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